El Tribunal de Apelaciones en lo Civil de 4° turno revocó la medida cautelar dispuesta por el juez Alejandro Recarey –que fue arbitrariamente apartado de la causa– y dio luz verde a la firma del contrato entre OSE y el consorcio Aguas de Montevideo, que está integrado por las empresas Saceem, Ciemsa, Berkes y Fast.
Partiendo de la premisa de que la futura planta sería gestionada por privados durante 20 años, la decisión del Gobierno saliente vulnera el artículo 47 de la Constitución, que comete a OSE –en forma preceptiva– la responsabilidad del suministro, distribución y gestión del agua potable. La disposición, que fue la última enmienda que se introdujo a nuestra Carta Magna, contó con la adhesión del 64 % del electorado en el plebiscito celebrado el 25 de noviembre de 2004. También viola la carta orgánica de OSE.
En la inauguración del ciclo progresista, fue revocada la concesión otorgada a la empresa española Aguas del Gran Bilbao, que en nuestro país se identificaba como Uragua, que gestionó el suministro de agua potable en el este del país, incluyendo balnearios internacionales como Punta del Este y Piriápolis.
Por entonces, el diario “La República”, en el cual yo trabajaba, denunció –sin éxito– los desaguisados perpetrados por la empresa adjudicataria, que prestó un servicio deficiente aun en temporadas estivales. También se incurrió en el delito de conjunción de interés público y privado, ya que un familiar del por entonces presidente del ente, Ariel Moller, trabajaba en la empresa.
De este modo, se cerró uno de los episodios más opacos y oscuros de acomodo y corrupción de los gobiernos de derecha que ya, a comienzos de la década del noventa, habían fracasado en su intento de privatizar servicios públicos. El avieso propósito fue literalmente demolido en el referéndum celebrado el 13 de diciembre de 1992 por un abrumador 65 % de adhesiones a la propuesta derogatoria.
Más de treinta años después de la histórica patinada del Gobierno herrerista de Luis Alberto Lacalle Herrera –padre del actual presidente–, la derecha coaligada retomó sus tentaciones privatistas con el impulso del Partido Nacional y la actitud ambigua de sus dos principales socios: el Partido Colorado y Cabildo Abierto.
El nuevo capítulo de esta ofensiva privatizadora y entreguista es el Proyecto Neptuno, que prevé la construcción de una nueva planta potabilizadora de agua, indispensable para atender la demanda y la mejora del servicio. Si bien nadie objeta que la planta física sea erigida por una empresa privada, lo que sí es pertinente cuestionar es la decisión de conceder la gestión del servicio durante 18 años.
Lo cierto es que, más allá de la grosera inconstitucionalidad de la decisión, la participación privada costará nada menos que 12 millones de dólares anuales más que si la obra fuera asumida por OSE. Es decir, un negocio redondo para el capital, que se hace cargo de un servicio esencial y genera un grave perjuicio a la economía del ente que se financia con las tarifas que pagamos todos los uruguayos.
No es un tema menor ni de connotaciones meramente filosóficas, sino una cuestión de rango legal y constitucional, que fue laudada en 2004 en las urnas por una abrumadora mayoría de los uruguayos, quienes consideran al agua un bien común al cual debe tener acceso toda la población, con tarifas accesibles.
El Proyecto Neptuno, más allá de su mera ilegalidad, sería un pésimo negocio para el Estado, aunque sí favorecería a los empresarios de un consorcio privado. En efecto, la planta –que si fuera construida por OSE costaría 200 millones de dólares– insumirá al Estado un desembolso de 743 millones de dólares en casi 20 años y, además, sería gestionada por particulares, lo cual es 300 millones de dólares más costoso que si estuviera en la esfera pública.
Por otra parte, este proyecto solucionaría únicamente 10 años de abastecimiento y dejaría a la planta de Aguas Corrientes en las mismas condiciones y sin inversión, pese a que ésta aporta el 80 % de la producción de agua potable al Área Metropolitana.
Incluso, el propio estudio de factibilidad de las firmas proponentes identificó unos noventa puntos de impacto ambiental, veinticinco de los cuales pueden provocar daños significativos.
El informe de un grupo de veinte expertos de la Universidad de la República, el Centro Universitario Regional del Este, el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable y la Universidad de Wageningen, recibido por el futuro presidente Yamandú Orsi, es demoledor. Al respecto, se advierte que “la calidad del agua en la zona se ve afectada por tres factores fundamentales: la salinidad, la presencia de altas concentraciones de materia orgánica disuelta y contaminantes, y la ocurrencia frecuente de altas densidades de cianobacterias y sus toxinas asociadas”, atribuibles, en algunos casos, al uso del suelo y a las actividades productivas.
La futura planta trabajará con agua bruta procedente del Río de la Plata –que es un estuario–, afectada por factores climáticos y por el aumento de la salinidad. Además, la calidad del líquido elemento puede ser afectada por floraciones de cianobacterias.
“El Río de la Plata presenta problemas recurrentes de acumulación de cianobacterias. Ello implica un claro riesgo sanitario, dado que estos organismos son productores de un tipo de moléculas altamente tóxicas (microcistinas) para animales en general y humanos en particular. En la zona de referencia, estas toxinas se han encontrado en concentraciones que serían perjudiciales incluso después de un proceso de potabilización”, destacan los técnicos, quienes subrayan que el órgano más afectado por las microcistinas es el hígado, pero también los pulmones, el intestino y los riñones que, dado su efecto acumulativo, “pueden ser agentes causales de cirrosis y cáncer”.
La obligación de la futura Administración es torcerle el brazo al Gobierno saliente, porque el proyecto no está incluido como una prioridad en el programa del Frente Amplio y porque las advertencias de los científicos –que son muy serias– constituyen un motivo suficiente para que la iniciativa sea abortada, más allá de las consideraciones que atañen a la legalidad y al costo, que condicionaría al país durante casi dos décadas.
El Proyecto Neptuno es groseramente inconstitucional, muy oneroso por la participación de las pirañas del poder económico y, si se quiere, hasta criminal, porque el uso y el consumo del agua, que es un derecho humano consagrado constitucionalmente, puede conllevar dramáticos perjuicios para la salud humana.
Esta es una nueva ofensiva privatizadora que se propone un Gobierno con fecha de vencimiento que, como en otros casos, arroja un manto de duda sobre la falta de transparencia de sus procedimientos y despierta fundadas sospechas de corrupción. Evidentemente, es peor el remedio que la enfermedad.