Según datos oficiales de Naciones Unidas y del Estado de Palestina, desde el 7 de octubre la ofensiva israelí en Gaza y Cisjordania ha provocado al menos 51.106 personas asesinadas y 120.828 heridas. Solo en Gaza, las víctimas fatales superan las 50.183 y los heridos los 113.828. En Cisjordania, se registran 923 personas asesinadas —incluidos 182 niños y 18 mujeres— y más de 7.000 heridas.
La actual fase del genocidio ha cobrado la vida de 17.581 niños y niñas. Más de 50.000 sufren desnutrición aguda. Desde el 7 de octubre, al menos 211 nacieron vivos y fueron asesinados; otros 825 murieron antes de cumplir su primer año. Se estima que 35.060 niños quedaron huérfanos y 32.000 resultaron heridos, muchos con amputaciones o lesiones permanentes que marcarán sus vidas para siempre.
La emergencia humanitaria es total. Más de 1.100.000 personas enfrentan niveles catastróficos de inseguridad alimentaria. Hay al menos 11.000 personas desaparecidas, presumiblemente sepultadas bajo los escombros. Se estima que 52.000 mujeres están embarazadas, con un promedio de 183 nacimientos diarios en condiciones extremas. Han sido asesinadas 12.048 mujeres y 3.447 adultos mayores. Cerca de 2 millones de personas fueron desplazadas de sus hogares; un 15% de ellas tiene alguna discapacidad.
Han muerto 1.057 trabajadores de la salud, mientras 310 permanecen prisioneros en Israel. Más de 12.700 estudiantes y cerca de 900 docentes fueron asesinados. También murieron 280 trabajadores humanitarios, de los cuales 243 pertenecían a la ONU. La Federación Internacional de Periodistas reporta casi 200 comunicadores asesinados, además de 70 miembros del personal de Defensa Civil y Rescate. Unas 196 instalaciones de la UNRWA fueron destruidas y el 95% de sus escuelas están fuera de funcionamiento. El 83% de los pozos de agua subterránea han dejado de operar, privando a la población del recurso más esencial.
Desde la ruptura del acuerdo el 18 de marzo, se han sumado al menos 800 nuevos asesinatos. Israel no publica cifras oficiales sobre las consecuencias de sus acciones.
Mientras las bombas del gobierno fascista de Netanyahu arrasaban Gaza, en Uruguay un presidente saliente buscaba congraciarse con sectores del lobby israelí e inauguraba una oficina de innovación en Jerusalén, embretando con la decisión al próximo gobierno.
El nuevo gobierno de Yamandú Orsi mantuvo esa decisión, justificándola con una supuesta apuesta a la neutralidad científico-técnica en medio de un conflicto sangriento.
Desde el gobierno se sostiene que Hamás no representa para nada el espíritu del pueblo palestino, pero no se profundiza concretamente sobre cuál será la postura de Uruguay frente al genocidio en curso, más allá de algunas expresiones bienintencionadas que no alcanzan para explicar, contener ni frenar la brutalidad de un régimen que actúa guiado por una convicción de raíz bíblica: los pueblos, y en particular el palestino, solo pueden arrodillarse, callar o morir.
Uruguay debe, por supuesto, abogar por la paz. Pero eso es apenas un punto de partida, un principio genérico que nada significa si no se traduce en acciones concretas. Repetir la palabra “paz” sin una política exterior activa, clara y comprometida, es un gesto vacío. Y lo que no se encarna en hechos se disuelve; o peor aún, fortalece al agresor, genera frustración entre los pueblos y erosiona la credibilidad de cualquier proyecto político. Solo la acción fundamentada, racional y con un sentido político claro puede modificar esta realidad. Lenin lo tenía claro: la teoría sin práctica es estéril; la práctica sin teoría, ciega.
Desde el 1° de marzo, la Cancillería uruguaya ha emitido cinco comunicados oficiales: sobre la candidatura de Albert Ramdin a la OEA, la renegociación del acuerdo de inversiones con Canadá, el acuerdo de paz entre Armenia y Azerbaiyán, el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial y el Día Mundial del Agua. Hasta ahora, no ha dicho una palabra clara sobre el genocidio en Palestina ni sobre la posición que Uruguay asumirá frente a él. Las reflexiones públicas y genéricas aunque de recibo, no alcanzan.
Esta fase del genocidio no comenzó como respuesta al brutal y criminal ataque de Hamás el 7 de octubre de 2023, aunque se utilice como justificación. El conflicto lleva más de siete décadas, durante las cuales Israel ha ocupado y anexado tierras que no le pertenecen ni le pertenecerán. Lo ha hecho con fuego, sangre y la cobertura incondicional del imperialismo norteamericano. Las acciones paramilitares de Hamás y las muertes de civiles israelíes son injustificables, atroces, deben ser juzgadas y condenadas. Pero lo mismo vale para el apartheid sistemático, la limpieza étnica y la opresión estructural que practica el Estado israelí.
El silencio de Uruguay no es solo frustrante para quienes votamos al Frente Amplio y naturalmente rechazamos el genocidio en curso. También lo es para los judíos de todo el mundo que se indignan con las políticas agresivas y fascistas del gobierno israelí, para los miles que lo expresan dentro de Israel y son reprimidos y perseguidos por ello y es también una traición a la memoria de miles de ilustres judíos que han contribuido universalmente a la ciencia, la cultura, las artes, la filosofía, la paz, la tolerancia entre ideas y creencias, y para el humanismo todo.
La postura de un gobierno uruguayo liderado por la izquierda debe ser clara y estar a la altura de un legado ético, político y moral que ha sido, históricamente, referencia. No basta con invocar la paz: hay que construirla con justicia, reconociendo quién agrede y quién resiste, y sin titubeos en la denuncia ni en la acción. En palabras de Paco Espínola “ya es tiempo de que se haga por los hombres algo más que amarlos.”
De lo contrario, la paz será —como tantas veces— un discurso hueco, sin consecuencias, y por tanto, irrelevante. No solo no resuelve nada: legitima el estado de las cosas y se acomoda a él. Eso no es aceptable para quienes aún aspiran a transformar el mundo, aunque sea mínimamente. Ni siquiera es justificable para quienes se proponen revolucionar las cosas simples. No se precisa tanto. No hay nada más simple — y a la vez más profundo — que el sentido de justicia y el compromiso con los condenados de la tierra. El resto es viru viru.