Semejante contradicción, entre ser el gobierno constitucional atacado para pasar a pelear extramuros por conquistar la capital tomada por los golpistas, colocó desde aquellos inicios fratricidas a los blancos como dominadores de la campaña, y a los colorados como los sitiados ayudados por los europeos. De ahí que Montevideo fuera la "afrancesada" y se nutriera de un espíritu cosmopolita opuesto a las tierras bárbaras, repitiendo el axioma que Sarmiento también pretendió fijar con Facundo.
A fines del siglo XIX, las revueltas de Aparicio Saravia reprodujeron la misma lógica pero en un contexto histórico diferente. Aún así, es bueno recordar que, como bien narró el recientemente fallecido César Di Candia en su libro Los años del odio (1896-1904), las sucesivas montoneras gauchas se movían por todo el territorio amenazando la capital, sin atacarla jamás, hasta que una bala en Masoller parió al siglo XX modernizador.
Ante el impulso del primer batllismo, en el Partido Nacional surgió la figura de Luis Alberto de Herrera, quien encarnó la defensa de los intereses más conservadores en alianza curiosa con el riverismo que brotó en el Partido Colorado de la mano de Manini Ríos. Lo que se conoce como "el alto de Viera" en 1918 fue el inicio de un freno que Real de Azúa expresó casi cincuenta años después, como una marca indeleble de la sociedad uruguaya.
Pero el herrerismo perdía cada elección aunque, gracias a don José Batlle y Ordóñez, entraba en el gobierno colegiado instaurado en los años 20 para que la minoría blanca compartiera la dirección del país.
Sin embargo, de cara a la elección del 30 de noviembre de 1930, los blancos auguraban una victoria segura. Eso alentó ínfulas que se estrellaron contra la realidad. El Partido Colorado les volvió a ganar y por una ventaja bastante mayor a las escasas diferencias habituales (5.175 en 1922 y 1.526 en 1926). En 1930 les ganó por más de 15.000 votos, lo que se convirtió en una catástrofe partidaria.
En un artículo titulado Un verano difícil en la historia del Partido Nacional uruguayo (1931), de Carolina Cerrano y José Antonio Saravia, publicado en la web de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Udelar, se afirma que "Herrera se atrincheró en un antibatllismo furibundo, ninguneó a sus oponentes internos e inició una abierta campaña contra la constitución vigente. La escalada verbal tornó la derrota electoral en un tsunami político que arrasó la unidad partidaria" y analizan que el ritmo de los sucesos políticos de los primeros meses de 1931 "ameritan una reconstrucción minuciosa de los acontecimientos para comprender la génesis del cisma del partido que se convertiría en irreconciliable hasta 1958".
Aquella derrota retomó una mirada reaccionaria de un herrerismo divorciado ya de los blancos independientes, que concibió a Montevideo como la cuna de todos los males por ser un baluarte del batllismo, incluso ya sin don Pepe. A tal punto que Herrera jugó la carta de acusación de fraude en algunos circuitos de Montevideo.
Como se consigna en el artículo: "Por su parte, La Tribuna Popular inauguró el año 1931 con una saga de artículos provocativos titulados «La gran estafa electoral» con los que ponía en evidencia la «magnitud del atentado» del fraude organizado por la «secta» batllista para seguir manteniendo sus posiciones y «lesionar» de forma «vergonzante» la dignidad nacional. En esta dinámica, el herrerismo reclamaba la anulación y nueva convocatoria de las elecciones en varios circuitos de Montevideo".
Los autores destacan que, ante semejante hecatombe electoral, surgían voces que criticaban, no solo el mal desempeño en las urnas, sino que ponían el dedo en la llaga al expresar una autocrítica mucho más profunda: "En su perspectiva, la reorganización (del PN) se ligaba a la obligación de reemplazar dirigentes, en concreto «los llamados conservadores perjudican enormemente al credo, puesto que aparecen en todos sus actos como enemigos del obrero, del trabajador (…) hombres impopulares que restan a la causa millares de votos. Es necesario, entonces, llamar al orden a esos señores». Unos días más tarde de esta arenga se desarrolló el congreso elector de nuevas autoridades del nacionalismo, en el que Herrera perdió la elección y no pudo acceder a la presidencia del partido. Desde ese momento, la condena y persecución mediática a sus opositores no tendría freno".
La campaña era tan furibunda que otros blancos hicieron ver que tal denuncia no tenía ninguna chance, ya que, aun logrando que se votara de nuevo en esos circuitos, no alcanzaría para dar vuelta la elección. Incluso le alertaron de favorecer a los riveristas producto del curioso hándicap que la mayoría batllista había otorgado al ala riverista. Algo que se concretó dos años más tarde, cuando Herrera apoyó la dictadura de Terra y su autogolpe del 31 de marzo de 1933.
Un solo triunfo blanco en Montevideo
El Partido Nacional triunfó en las elecciones de 1958 y cortó 93 años de gobiernos colorados en el país. También ganaron en Montevideo pero, al igual que en lo nacional, debieron gobernar mediante el colegiado impuesto por la Constitución de 1952. En Montevideo solo lo pudieron hacer entre 1959 y 1963. El Consejo Departamental de Montevideo estaba integrado por siete miembros con funciones ejecutivas. La Presidencia del Consejo era de forma pro tempore, por lo que rotaba entre sus miembros. Por el PN, en mayoría, lo integraron Daniel Fernández Crespo, Luis Fígoli, Daniel Hugo Martins y José Otamendi.
El aerocarril que no fue
Pero la única intendencia gobernada por los blancos fue el canto de cisne para el PN. Es que la única gran obra del Partido Nacional en Montevideo fue el bochorno del inacabado aerocarril de la Isla de las Gaviotas, en playa Malvín, que tuvo (todo un modus operandi) un costo millonario para dos torres gigantes que quedaron desalineadas por cálculos mal hechos. Jamás se pudieron tensar los cables y, si el funicular se instalaba, se hundía en el mar, cuenta la memoria popular que no deja títere con cabeza. Las abandonadas torres fueron detonadas 10 años después por ser un monumento a la corrupción y al fracaso.
Juan Carlos Payssé y el ocaso de la dictadura
Si los colorados tuvieron al oportunista de Víctor Rachetti, electo intendente de Montevideo en 1971 y que siguió de largo con los militares, el Partido Nacional también tuvo su títere de los milicos con el inefable Juan Carlos Payssé, que hasta 1976 había sido secretario de Wilson Ferreira Aldunate, pero comenzó un viraje de acercamiento al régimen. Asumió en 1983 tras el espiante de Rachetti, que se la veía venir. Gobernó Montevideo y sus escándalos tuvieron el mérito de permitir deschavar algunos chanchullos habituales del poder, un ejercicio que con los blancos es casi un deporte, como la actualidad lo vuelve a poner en el tapete. Por si faltaba, secundado por la mediática Dra. Cristina Maeso (abogada) formaron un tándem que incluso llegó a soñar con acomodar el cuerpo y subirse al carro de la democracia. En 1984 tuvieron menos votos que Gandini ahora.
La Montevideo que supo cambiar
Montevideo fue el último feudo colonial español en el Virreinato del Río de la Plata. Tan refractaria al artiguismo, luego fue apegada al coloradismo amigo del imperio portugués devenido en brasilero. También fue matriz para la Iglesia católica y ciudad-puerto exportador para las dictaduras de Latorre-Santos-Tajes que alambraron campos con apoyo de la flamante Asociación Rural. Pero Montevideo fue cambiando. Primero por el batllismo pero sobre todo con las ideas anarquistas y socialistas de los migrantes afincados con utopías a cuestas. Ya en pleno siglo XX fue punta de lanza, no de revueltas gauchas sino de luchas obreras, de la proletarización acelerada de las masas expulsadas del campo a la ciudad, y de conciencia política con la defensa de la República española ante el ataque del nazi-fascismo. Ya en los ‘60 fue el seno de la unidad sindical que cuajó después en la unidad política para marcar a fuego a la dictadura, ser cobijo urbano de la resistencia y acumular pacientemente para alcanzar el primer gobierno de izquierda en 1989.
Zarpazos
La derecha uruguaya no cree en la acumulación política porque su carácter de clase le hace caer en el zarpazo. Tiraron por la borda lo acumulado por Laura Raffo, que prometió férrea oposición pero se escapó rápido abandonando a la Montevideo a la que juró lealtad. Ahora sabemos que Laurita anduvo de gira por el interior en hoteles con suite familiar pagada con dineros públicos. Hay que hacer auditorías en todas las intendencias y revisar facturas. Por algo Antía, Botana, Ezquerra y compañía salieron a atacar a la Justicia.
Un nuevo dilema
Derrotada sucesivamente desde hace 35 años, la derecha vive refugiada en sus feudos del interior del país manejados como patrones de estancia. Ahora, aupados en una inexistente coalición que de republicana tiene poco y nada, pretenden asaltar Montevideo rejuntando para un nuevo lema. Siguen siendo un freno a cualquier impulso, como lo demostraron en la Junta Departamental para impedir el proyecto de saneamiento y limpieza que la IM había acordado con el BID mediante una exhaustiva calidad técnica que promovía un cambio de paradigma sustancial en la gestión ambiental de Montevideo.
Los blancos vuelven a demostrar que su histórica miopía restauradora se impone como una rémora inseparable de sus prácticas políticas hacia la capital. Porque Martín Lema expresa ese modus operandi que corrompe al Estado en favor del clientelismo, como lo hizo en el Mides, a la vez que se perfila amenazante, con aire prepotente afincado en cierto patoterismo verbal. En carrerita personal a futuro, aspira a representar esa noción de patria metamorfoseada en reacción autoritaria y arrogante de una derecha que mira a Montevideo con rencor. Y se nota.