A veces, esa ansiedad termina precipitando a un jugador que falla producto de un movimiento impreciso realizado con una técnica equivocada o a una velocidad excesiva. También se da ante pelotas muy fáciles que son respondidas con cierta displicencia, demostrando falta de concentración o torpeza cuando las opciones son más que favorables. El rival, obvio, queda agradecido.
En el tenis es casi imposible que alguien gane un campeonato de gran importancia (un Grand Slam o un ATP Tour Masters 1000) o un torneo de menor rango y prestigio, como los ATP 500 o un 250, pero incluso también los denominados Challenger que se juegan en todo el mundo, basados en un juego en el que predominan los errores no forzados de sus rivales.
Es decir, se gana por méritos propios más que por las fallas del rival, aunque hay partidos en que estas últimas inciden mucho. Pero en los distintos encuentros de las fases de un torneo es imposible salir campeón con un juego que depende de los errores de los contrincantes.
Los grandes jugadores en la historia del tenis lo han sido por sus méritos propios dentro de la cancha y también fuera, sea por su entrenamiento o por su cuidado personal. También por la capacidad técnica, física y mental, además de una táctica y estrategia desplegada, ya sea dentro de la coyuntura de un partido (por ejemplo en un set) o de un torneo, o a lo largo de toda una trayectoria en la que logran plasmar un juego basado en sus virtudes, imponiéndolas a sus rivales.
Sin embargo, que sea imposible o muy difícil competir con base en los errores de los demás no exime de que, quien los cometa, no arriesgue perder hasta con rivales con menor jerarquía. Verbigracia: no se podrá ganar torneos pero es probable que se pierdan o que el jugador sea eliminado incluso en primera o segunda ronda por cometer este tipo de equivocaciones.
Con el devenir de los deportes que masivamente son transmitidos por la televisión se incrementaron los telespectadores que, sin ser aficionados, terminan consumiendo un evento, incluso sin estar familiarizados con ese deporte en cuestión.
Si bien fue cambiando el origen social de quienes lo practican profesionalmente, el tenis siempre tuvo un atractivo por cierto carácter aristocrático como deporte de la clase alta, a tal punto que fue ganando públicos de otros sectores sociales atraídos por ese glamour que aún le rodea. Sobre todo por ese prestigio social tan chic de quienes lo presencian en las gradas o palcos más cercanos a la cancha. Más si es un look príncipe de Gales en tonos de gris con cuadritos sobre el Tweed, en torneos de media estación, claro, o luciendo esos sacos azules con botones dorados combinados con pantalones blancos de ese estilo sportwear tan veraniego y hasta algo casual.
Ellas, faltaba más, con vestidos a lo duquesa o marquesa con capelina de ala ancha en caída diagonal, ideal para canchas de polvo de ladrillo pero también válido para superficies rápidas de césped o cemento, según las normas del Jet Set. También no dejan de tener lo suyo esos vestidos tipo tubo, largos y ondulantes, aunque son poco recomendados para superficies con panes de pasto recién instalados; mucho menos para subir y bajar largas escaleras en las tribunas de los court. En un lawn club de gradas menores con bancos de cemento sin butacas pueden dar más de un dolor de cabeza por más atractivos que luzcan.
Con la proliferación de comentaristas deportivos todo terreno y con multitarea producto de los bajos salarios en los medios, el concepto de error no forzado ha ido saltando de deporte en deporte para ilustrar esas fallas groseras en el juego. Hoy ya se usa en el básquetbol, en el box, en el vóley y hasta en el fútbol, aunque en la dinámica de un deporte colectivo su incidencia sea más compleja de definir y quede reservada al despliegue de la biomecánica de un gesto deportivo puntual en un lugar de la cancha, aunque es muy pertinente cuando describe ese oxímoron que es el gol errado en la puerta del arco.
De ahí que, en ese manejo más popular, el error no forzado ha empezado a utilizarse en el comentario político, tanto por comunicadores como por especialistas en las ciencias políticas que suelen desfilar por los medios de comunicación, sobre todo en los momentos de zafras electorales. A tal punto que connotados especialistas en campañas políticas y debates electorales afirman que una campaña buena no asegura nada, pero una mala es posible que provoque la derrota, incluso de la mejor candidatura.
Y si se toma en cuenta que a mayor exposición pueden aumentar los errores, a nivel de la política se han comenzado a estudiar seriamente las carencias o debilidades para intentar minimizar sus posibles fallas, aunque no se puedan prever demasiado ni mucho menos extirparlas.
Si miramos a la Argentina, por solo tomar un ejemplo cercano en lugar y tiempo, en un artículo publicado en Infobae en junio de 2023 el columnista Gustavo Ammaturo analizaba los crecientes problemas de fuerzas políticas con trayectorias en el gobierno que, por errores no forzados, propiciaban el hecho de "que ni el temor a lo desconocido parece sostener a las propuestas tradicionales". Y agregaba, en palabras casi proféticas: "La acumulación permanente de errores no forzados de las otrora fuerzas mayoritarias catapulta a la nueva propuesta, aun cuando sus detractores señalan que son inviables, restrictivas o malintencionadas".
Y la conclusión era muy concreta, alertaba el riesgo ante la posibilidad de que una parte del electorado termine apostando un cheque en blanco por lo disruptivo e inesperado, apegándose al viejo refrán de que "escoba nueva barre mejor".
Y yo salpico: agréguese un chorrito de Milei y el cocktail queda listo para degustar. Es por eso que aquí Martín Lema necesita de ese marketing agresivo y esa subida de tono para esgrimir una aparente impostura. Justo él que no es precisamente un desconocido, sino alguien que necesita esconder sus graves problemas de gestión en el Mides, además de sus prácticas políticas anteriores y su pertenencia a una administración que defraudó y fue expulsada del gobierno, con coalición multicolor y todo, por el voto popular. Por eso su juego no se puede basar en aciertos ni en virtudes de propuestas, y no le queda otra que apostar a los errores no forzados del FA.
Es allí donde todos quienes juegan en la cancha, aunque no fueran titulares, deben comprender la importancia del momento y tener el imperativo ético y moral de hacer las cosas bien siempre. Mucho menos pretender justificar lo injustificable ni hacer lo que no es necesario. Errores, forzados o no, cometemos todos y todas, y rectificar era imprescindible. La fuerza política reaccionó y la cordura primó. Esto muestra las burbujas del poder que pierde pie en el juego de la realidad y erra. A buen entendedor, sobran palabras. Lo que no sobraba era tiempo.