Transcurridas las dos primeras semanas de la presidencia de Yamandú Orsi y un mes desde que inició la Legislatura con su nueva conformación, el Gobierno parece estar exclusivamente abocado a obtener las venias para la designación de las nuevas autoridades de entes, servicios descentralizados y de los organismos que requieren ese procedimiento en el Senado, mientras que los partidos políticos concentran sus baterías en las elecciones municipales del mes de mayo. Actos de gobierno sustantivos, por ahora, no hay ninguno. Ni siquiera grandes anuncios, toda vez que el equipo económico ha pedido cautela porque no está claro en qué condiciones entregaron las arcas del Estado.
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A falta de medidas concretas, en la forma de decretos del Poder Ejecutivo, disposiciones de los ministerios o proyectos de ley jugosos para ser discutidos en el Parlamento, el debate político adquiere ribetes un poco asombrosos, y se discute con vehemencia el estado de motor, chapa y pintura de la presunta Ferrari que nos legaron, como si todo el Uruguay estuviera inmerso en una canción de Shakira exteriorizando su desengaño.
Este litigio por el legado no va a justificar mucho tiempo las primeras planas por dos motivos por los que ya huelgan las palabras: la derecha perdió las elecciones, lo que resume el saldo social de su último gobierno, y para colmo se fue con números iguales o peores que los que encontró en 2020 y enfrascada en polémicas sobre las condiciones en las que dejaba el país, no con la izquierda, sino con instituciones absolutamente imparciales como el Instituto Nacional de Estadística, y hasta a un organismo creado por ellos mismos, el Consejo Fiscal Asesor, a cuyo informe final respondió por escrito y en duros términos.
¿Qué significa todo esto? Que la mayoría de la sociedad ya sabe que Lacalle Pou dejó las cosas bastante peor de lo que las encontró —por eso no reeligió—, pero, además, la mayoría ya percibimos que, probablemente, la situación del Estado sea todavía más frágil de la fragilidad de mínima bastante asumida, aunque es natural que el ministro de Economía, Gabriel Oddone, relativice esa fragilidad, porque en la escala de situaciones que van de la maravilla a la catástrofe no debemos estar tan mal, al menos si nos comparamos con algunos países de la región, y porque el exceso de dramatismo en las autoridades de la economía, lejos de aportar soluciones, puede ambientar problemas de confianza y un aumento innecesario de las incertidumbres tanto en la gente corriente como en los “mercados”. Incertidumbres que después sí complican la economía real.
Con este panorama sobre las cuentas, lo que se sabe y lo que no sabe, y esta discusión cuasiagotada sobre la calificación sanitaria de la herencia, de todos modos el Gobierno tiene que tener presente que la sociedad está llena de expectativas, pero se acompaña con demandas, con ansiedad, con deseo de ver plasmarse cambios positivos, medidas que impacten sobre la vida cotidiana y soluciones para los muchos problemas que tiene el país. Y si bien es cierto que muchos proyectos para llevarse a cabo requieren la discusión legislativa, la aprobación del presupuestos, la conformación de los directorios de los entes e, incluso, la realización de las elecciones municipales, es seguro que hay medidas a veces administrativas que el Gobierno ya está en condiciones de implementar, de lanzar, de discutir. Es en la forma de medidas y de proyectos lanzados a la palestra pública que la sociedad comienza a percibir al Gobierno actuando, gobernando, a la política funcionando para cambiar las cosas.
Es cierto que gobernar tiene mucho de discusión, de negociación, de cabildeo, de tiempos administrativos políticamente insustanciales o poco vistosos, o tiempos incluso muertos. Pero hay un momento sagrado que no se debe olvidar, que es el momento de la lapicera funcionando, del gobernante tomando decisiones, ejerciendo el poder que le fue conferido por la ciudadanía para el provecho de toda la sociedad. Un momento donde se interrumpe el eterno debate de los hombres, las campañas electorales continuas, saludables, interminables, para que los gobernantes gobiernen, las oposiciones pataleen, los hechos se produzcan y las sociedades cambien. Es bueno tenerlo siempre presente.