La estafa con criptomonedas promovida en sus redes sociales personalmente por el presidente argentino Javier Milei es el mayor escándalo que ha enfrentado durante su mandato y, aunque no es suficiente para que el conjunto de sus aliados en el Congreso lo dejen solo y lo sometan a un juicio político, echa por tierra varios mitos que los medios de comunicación han instalado durante los últimos años contra toda evidencia: Milei ni es un genio ni es honesto ni gobierna contra la casta.
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Por el contrario, es un imbécil, profundamente sometido a la casta de los multimillonarios, la más rancia de todas las castas y, además, es un estafador, seguramente coimero, él y su hermana, a la que llaman “el Jefe” en esa adjudicación medio psicopática de los sobrenombres de la secta apartada de cualquier principio de realidad, donde uno se cree premio Nobel, el asistente pendeviejo se hace llamar “Ingeniero del Caos” y la hermana, repostera de profesión, se autopercibe protagonista de una novela de Mario Puzo.
El tuit de Milei, y la megaestafa que le costó a decenas de miles de inversores entusiasmados por él más de cien millones de dólares, han puesto una lápida sobre la confianza de los argentinos en su proyecto y en su persona, y han transformado a este personaje en una vergüenza internacional, conformando un golpe decisivo contra la ultraderecha que, con todo, está lejos de ser destruida, porque no ha crecido a merced del genio de sus protagonistas, sino sobre la podredumbre de un modelo imperante en el que la desigualdad crece y la gente ya no confía en nada, al punto de embanderarse con cualquier teoría conspiranoica y ver líderes en catálogos de insanos.
Apenas unos días después del escándalo cripto, la Fiscalía General de Brasil ha imputado al expresidente Jair Bolsonaro junto a 33 personas más, incluyendo al exjefe de la Casa Civil de su gobierno, por el intento de golpe de Estado que protagonizaron sus partidarios, pero también por urdir un plan para envenenar a Lula y asesinar al juez Alexandre de Moraes y al actual vicepresidente, Geraldo Alckmin. El cúmulo de pruebas es muy vasto e incluye la declaración de arrepentido, además de pruebas físicas de todo tipo y la evidente asonada instrumentada por sus partidarios, que tomaron la Plaza de los Tres Poderes el 8 de enero 2023, apenas una semana después de que Lula asumiera su tercer mandato, obtenido en las urnas contra un Bolsonaro que hizo todo lo que pudo para impedir su victoria electoral, incluyendo movilizar a la Policía para que los votantes no llegaran a las urnas en zonas donde Lula tiene muchos simpatizantes, promover fake news y tratar de echar sombras sobre el sistema electoral.
En apenas cinco días, dos de los ídolos de la ultraderecha regional y mundial, que en Uruguay son secretamente admirados por no pocos dirigentes políticos y editorialistas de la gran prensa conservadora, enfrentan situaciones de demolición de su capital político, su credibilidad y quedan expuestos como lo que son: chantas, estafadores y verdaderos peligros contra la democracia cuando gobiernan. A la vez, sus proyectos de poder quedan cada vez más al desnudo, cuando el jefe de todos ellos, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, promueve una política de agresividad imperial, intentado quedarse con el control del canal de Panamá, y afrenta la soberanía de su vecinos Canadá y México, mientras presiona a Dinamarca para que le entregue nada menos que la isla de Groenlandia y ordena renombrar el golfo de México.
Esta caída raida y majestuosa de Milei, sumada al desprestigio y futura prisión de Bolsonaro y el descaro imperial y tecnofeudal de Donald Trump y su financista, Elon Musk, ofrecen a la gente una imagen fidedigna de la descomposición moral de la derecha, en tiempos confusos donde se llega a creer que, a fuerza de manipulación de algoritmos y recursos económicos ilimitados, cualquier proyecto ultraconservador puede encaramarse en el poder, así contravenga consensos básicos sobre derechos sociales, humanos y hasta sobre certezas científicas.